Marino Ayerra, ordenado sacerdote allá por 1928, se exiliaba a Hispanoamérica después de que nuestra guerra, la infame Guerra Civil Española, llegase a su fin. Había comprobado en sus propias carnes la represión que el bando nacional ejercía en Navarra, aunque fue la connivencia del clero con lo excesos lo que acabó de convencer al sacerdote tanto de su huida como de su secularización en 1940, justo antes de trasladarse a Argentina. Ayerra era el tío de Helena Taberna, la cineasta que, muchos años después, adaptó libremente la experiencia vital del religioso en su película La buena nueva (2008), protagonizada por el actor vasco Unax Ugalde.

El film confirmaba la vocación de denuncia histórica de la directora navarra, que ya en el año 1999, y para debutar en el largometraje de manera destacada, se había sumergido en las entretelas de ETA para contar la historia de Dolores González Catarain, Yoyes, la malograda miembro de la banda terrorista asesinada por orden de Pakito, jefe de ETA. Extranjeras llegaría en 2003 como el manifiesto emocional de aquellas mujeres inmigrantes que no tienen voz a través de un documental coral que contemplaba las luces y las sombras de la llegada a un nuevo país. Tras La buena nueva, en 2010 rodaría Nagore, documental sobre la muerte de la estudiante de enfermería Nagore Laffage a manos de un psiquiatra de la Clínica Universitaria de Pamplona. Ya en 2016 presentaría Acantilado, un thriller sobre sectas que, quizá y a pesar de su bienintencionada intriga, resultaría su película más discutible hasta la fecha.

De lo que no existe duda ninguna es del atrevimiento de Taberna, de su implicación como narradora, de su compromiso con una sociedad, la española, falta de autocrítica, observadora de lo de fuera más que lo de dentro. Fundadora de CIMA (Asociación de Mujeres Cineastas y de los Medios Audiovisuales) y siempre decidida, la realizadora no se ha permitido dejar de lado sus motivaciones, razones por las que ha construido una filmografía de cierta solidez, reivindicativa, respetuosa y honesta. Existe, además, una preocupación especial por la situación de la mujer, circunstancias que expone sin reparos en cada uno de sus trabajos: desde la incomprensión y la soledad de Yoyes, hasta las vicisitudes de las representantes de asociaciones contra la violencia doméstica en Nagore, pasando por los rostros y las experiencias vitales de las inmigrantes o la vivencia de Margari, víctima de la más injusta represión falangista. En este sentido, y a partir de historias concretas, Taberna pretende englobar toda una serie de problemáticas comunes y vigentes para la mujer, por lo que es obvia su labor de recuerdo y toque de atención.

Posiblemente, es en La buena nueva donde Helena Taberna despliega con más acierto toda su capacidad crítica. Para algunos en exceso académica, la película se revela como uno de los mejores relatos sobre la Guerra Civil – fue distribuida por Golem en 80 salas obteniendo una importante recaudación en taquilla- a la vez que funciona como vacuna contra la resistencia del conocimiento de parte de nuestra crónica más oscura. La realizadora rueda con inteligencia un relato de extrema delicadeza, pues en sus personajes puede vislumbrarse la esencia del miedo a la confrontación y de la misma rabia que, finalmente, la desató. La buena nueva es el relato del antes y el después de todo un país a través de los ojos de un párroco idealista y solidario, incrédulo ante el alejamiento de la Iglesia del pueblo en favor de una sublevación. Una narración valiente y acertada en su contextualización, que no duda en denunciar la realidad de una traición al mensaje más puro y esencial del Evangelio. La realidad de un clero corrompido frente a la lucha abierta del clero insurrecto.

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