A lo largo de su historia, el cine ha recurrido al teatro bajo las circunstancias más variopintas: en sus primeros años, buscando un espejo en el que mirarse; más adelante, empleando las tablas como recurso narrativo para enfrentar dos realidades distintas de unos mismos personajes; y en ocasiones, con el único proposito de homenajear a uno de sus antepasados mas importantes. Desde las primeras obras del gran Méliès hasta La Venus de las pieles de Román Polanski, pasando por Opening night de John Cassavetes y El último metro de François Truffaut, este vínculo ha resistido el test del tiempo, pero jamás ha brillado con tanta intensidad como en Función de noche.

Durante muchos años la actriz Lola Herrera interpretó Cinco horas con Mario a lo largo y ancho del territorio español, hasta el punto de canalizar sus miserias personales a través de cada función y no saber distinguir la ficción de la realidad. Fue entonces cuando, debido a las similitudes que la actriz iba encontrando entre el personaje de Delibes y su propia persona, el teatro dejó de ser una profesión para convertirse en la terapia que siempre había necesitado. Un buen día, Herrera se desmayó sobre las tablas en Barcelona. Josefina Molina, futura directora de Función de noche, y José Samano, productor, presenciaron el incidente y, tras conocer los pormenores de su crisis de identidad, le propusieron realizar una película que reflejara su particular momento vital.

Para ello, el triunvirato optó por una combinación de documental y realidad ficcionada, otorgando el protagonismo absoluto al primer ingrediente y asignando un carácter complementario a las tres narraciones secundarias. Mientras estas últimas suponían un apoyo relativamente prescindible para comprender las inquietudes personales de la protagonista como mujer, el bloque central se erigió en uno de los documentos audiovisuales más arrebatadores de la historia del cine español.

En un acto de valentía sin precedentes, la actriz y su ex-marido, con quien no contactaba desde su divorcio, se prestaron a rodar un ajuste de cuentas improvisado. De esta manera, Molina realizó su propia versión de Secretos de un matrimonio (Ingmar Bergman, 1973), elevando el modelo a un nivel despiadado de hiperrealidad que ningún guión hubiera podido alcanzar. Función de noche duele como una confesión inesperada, como el daño que no se quiere infligir, como el accidente que está a punto de suceder y no se puede evitar.

A través de un camerino construido para la ocasión y ocho cámaras escondidas tras unos cristales de visión unilateral, Josefina Molina consigue todo el material necesario para, tras un trabajo exhaustivo en la mesa de edición, regalarnos este trozo de verdad llamado Función de noche: un lavado público de trapos sucios que grita en voz alta la experiencia de demasiadas mujeres durante una época en la que sus voces eran silenciadas. De una crudeza que daña los sentidos y hiere el corazón, en sus imágenes encontramos confesiones escalofriantes referentes al sexo, la maternidad, la infidelidad y, en definitiva, a la represión social de sentimientos políticamente incorrectos que en 1981 debieron causar tanta conmoción como la compasión que provocan a día de hoy.

Los planos generales dan paso a primeros planos a medida que aumenta el dramatismo de la conversación. Y cuando parece que la pantalla está a punto de estallar, somos transportados a esas narraciones secundarias que rematan los perfiles del personaje principal con reflexiones sobre la autoestima, la amistad, el coraje y el agua oxigenada que empleamos para desinfectar las heridas del alma.

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