Grabado a fuego el alcance de las marcas de la infancia en la sociedad actual, es ahora, posiblemente, cuando la conciencia colectiva ha entendido mejor que nunca la necesidad de la prevención y la condena, y no del perdón. Ya no hay lugar para los arrepentidos ante violaciones pasadas, es tiempo para la persecución implacable de aquellas figuras, populares o anónimas, que empoderadas por su posición o su género, decidieron destrozar aquellas vidas de las que vilmente se encapricharon.

Hace ocho años, los directores Judith Colell y Jordi Cadena conocían la gravedad de las consecuencias que resultaban, en el momento y mucho tiempo después, del abuso sexual. En Elisa K, basada en la novela homónima de Lolita Bosch, éstos las exponen sin concesiones a través de la historia de Elisa (Clàudia Pons), una niña de once años que ha sufrido la violación de un amigo de su padre. La promesa del violador de regalarle una pulsera de plata si deja de llorar supone para el espectador la puerta de entrada al abismo, pues Elisa se convertirá en una niña triste y taciturna. Sin embargo, el tiempo, que parece querer engañarnos sumergiendo los recuerdos a cada minuto, ahoga transitoriamente una dura realidad que volverá a la superficie con la rabia del trauma traidor. En la película, la memoria es villana y heroína, culpa y redención, la tempestad y la calma; la solución a las heridas del alma que llega, como muchas otras veces, cuando menos se la espera.

En su primera mitad, los directores deciden teñir los fotogramas de un suave blanco y negro mientras rememoran, a través de una voz en off masculina que habla en tercera persona adelantando cada suceso de manera sorprendentemente literaria, los días previos y posteriores a la violación de Elisa. Durante este tramo, la película alcanza una fluidez casi hipnótica gracias a esa narración de cuento clásico y a un uso minimalista de los espacios, los diálogos y los gestos, aspecto que ayuda en gran manera a que la cinta transmita, en un contexto realista, exactamente lo que pretende: la inocencia y felicidad de una vida interrumpida por la aparición de una figura siniestra y criminal, consciente de las huellas imborrables que dejará con sus actos, pero ajeno a la aparición de los estigmas y la destrucción física y psicológica a la que se verá sometida la víctima.

Pasado su ecuador, el film recupera el color para acometer su mitad más física y dolorosa, justo cuando Elisa (contundente Aina Clotet), ya una mujer independiente, recibe de golpe y mediante acciones aparentemente irrelevantes, la reaparición de unos recuerdos hundidos en el océano de la memoria, la misma que una vez decidió aparcar todo aquello. Cadena y Colell nunca renuncian a un estilo lo suficientemente vanguardista como lenguaje narrativo, lo que le da a su trabajo un toque de autor indiscutible que, al contrario del exceso contemporáneo, se extiende a lo largo de unos agradecidos setenta minutos; una duración tan poco común como suficiente para declarar con clarividencia el daño irreparable del abuso sexual.

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