En determinadas circunstancias rodar una película es toda una proeza. Ya sea por la escasez de medios, por las apretadas agendas de los profesionales involucrados, por discrepancias entre los responsables del proyecto… En el caso de Ander y Yul, lo realmente meritorio fue rodar un guión que abordara el conflicto vasco en plena efervescencia de la banda terrorista ETA. Aún siendo la primera película en solitario de Ana Díez (Goya en 1990 a Mejor Dirección Novel), la de Tudela no titubeó a la hora de plasmar una realidad que el cine español estaba dejando voluntariamente fuera de foco.

Pero el mérito de Ander y Yul no solo radica en el arrojo temático y en el enfoque de su propuesta, sino también en la confianza que desprenden los planos de una directora que tan solo tenía un mediometraje a sus espaldas. Cargadas de serenidad, sus imágenes revelan las capas emocionales de unos personajes atormentados y escondidos bajo una apariencia de firmeza y determinación. A medida que transcurren los minutos, el ritmo narrativo del film se adapta a las circunstancias de un relato que arranca como viaje emocional al pasado para desembocar en los dominios del thriller de toque costumbrista.

Es entonces cuando los protagonistas empiezan a mirarse en un espejo que devuelve el reflejo irreconocible de una antigua amistad. No hay rastro de esa inocencia que antes les unía: mientras Ander ha estado en prisión, Yul ha sido reclutado por ETA. Voces desde el otro lado de la línea telefónica ordenan asesinatos en nombre de una causa que impone el fanatismo frente a la lógica, el amor y la estabilidad de una sociedad partida en mil pedazos. Pero esta denuncia no solo se evidencia a través de unos personajes que no parecen entender las consecuencias y la motivación de sus actos, sino tambien a través de la mirada del protagonista: un camello recién salido de la cárcel de Algeciras que no quiere volver a Rentería pero se ve obligado a regresar por la precariedad de su economía.

© ETB / TVE

Lejos de ir al grano, Ana Díez se toma un tiempo para establecer la atmósfera de su narración. A medida que el autocar en el que viaja Ander se aproxima a su destino, la niebla se erige en esa frontera que separa el mundo real del lugar en el que aguardan sus recuerdos: un espacio que parece tener sus propias normas y que esconde un callejón sin salida para alguien que ni está interesado en la lucha nacionalista ni encaja en la normalidad del día a día. En un principio esperanzador, la directora le ofrece una salida a través del amor, pero el testarudo destino acaba ejerciendo su fuerza de la gravedad.

Ander cree estar a salvo de un juego macabro en el que nunca ha participado, pero las cartas estaban echadas desde ese inicio melancólico en el que, tras regresar al lugar del delito, todo seguía igual y nada era lo mismo. Ana Díez puntúa sus secuencias con fundidos a negro que invitan a entrar en un estado de calma tensa previa a la tormenta. Y cuando llega el momento los truenos, los presenta secos y ásperos, carentes de lirismo, sintonizados con una realidad que abofetea al espectador como lo hacía a la sociedad vasca en aquellos años 80.

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