Qué importante es saber mirar. Observar la vida más allá de nuestras propias vivencias, aquellas que nos parecen únicas y que hacen pequeña y a veces torpe nuestra apreciación de un mundo que, inevitablemente, da mucho más de sí. La tristeza, que puede encontrarse en ese vistazo obligatorio y libre de egoísmo, es parte de una enfermedad que pertenece a la categoría de lo que algunos llaman «secretos del corazón»; se propaga sola y en diferentes grados, a la vez que cada uno elige alejarse o instalarse definitivamente en ella. Pero sólo mirando a los ojos de aquellos que nos rodean podremos intentar adivinar de dónde viene una aflicción que a cualquiera podría perseguir.

Para debutar en el largometraje, y aunque ya había mostrado sus inclinaciones hacia lo social y lo humano en los cortos El cortejo (2010) y La boda (2012), Marina Seresesky elige mirar, abrir bien los ojos para trasladar al público un relato minimalista sobre la trizteza de aquellos a los que la vida parece no querer dar otra oportunidad… o sí. La joven realizadora escribe un guion sobre los terrenos de lo marginal donde habla de Rosa, una prostituta que trabaja de noche y duerme de día mientras convive con su madre, una antigua meretriz que se aferra a los viejos tiempos y que ve, con una particular realidad, cómo se consume su hija, profunda y diariamente triste.

Nacida en Buenos Aires en 1969, Seresesky parece referenciar al Almodóvar primigenio en algunas secuencias de su película. Llama la atención el perfecto equilibrio entre la comedia y el drama, que se intercambian los golpes en un combate cinematográfico cuya conclusión es un film cuidadoso y bello, sensible y a la vez crítico. Sus diálogos desprenden el cariño y la rabia de la guionista, que transita con delicadeza pero con la contundencia que requieren temas de tanta vigencia como el maltrato, la convivencia, el abandono familiar, la prostitución o la propia muerte, estación final de la vida que algunos podrían querer alcanzar antes de tiempo. Precisamente este es el punto en el que la directora logra rescatar a los personajes de La puerta abierta, olvidados por una sociedad pusilánime que los hunde y desespera con su descarada mirada hacia otro lado.

Para cimentar los pilares del film, la directora escribe con firmeza y dibuja con mimo los perfiles de sus personajes. Sin duda, existe un acierto de casting evidente cuya demostración empírica está personificada en dos actrices mayúsculas: la tristemente fallecida Terele Pávez y Carmen Machi, una intérprete capaz de arrebatarnos la risa y el llanto a golpe de voluntad y talento. Ambas artistas llevan sobre sus hombros el peso de La puerta abierta, una carga que les da pocos respiros para sonreír pero que sorprende al público cada vez que consigue equilibrar su trama con los ramalazos del humor siempre implícito en las calamidades. A esta paradoja vital se unen un carismático transexual interpretado por Asier Etxeandía y la niña Lucía Balas, el nexo de unión sobre el que Seresesky hace girar su emotiva -y también cruel- historia.

Como un personaje más, la corrala donde conviven putas, maltratadores y presidentas con mala leche, estrecha el espacio y arrebata el aire de unos personajes bandera de lo marginal. Sin embargo, el lugar se convierte en un espacio idóneo para que, con un ramalazo conscientemente teatral, nadie se esconda tras el objetivo de una cámara que parece sacar lo mejor de cada uno de los artistas. Los actores -disfrazados e implicados de la manera más veraz- desfilan en sus roles, vienen y van por el redil de una vida que ha apagado el brillo de sus ojos, pero que tiene preparadas -en contra de toda esperanza individual- algunas sorpresas para el alma.

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