Qué bonito sería vivir sin preocupaciones y esquivar las responsabilidades de la vida adulta. Qué fácil sería pensar que nunca envejecerás y que jamás te llamarán de usted. Como decía Bogart en Llamad a cualquier puerta (Knock On Any Door, Nicholas Ray, 1949): «Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver«, porque, a fin de cuentas, ¿qué sentido tiene complicarse la vida a partir de ese momento en el que la gente que te rodea empieza a sentar la cabeza y te quedas solo con tus convicciones? Aunque quizás este concepto no acabe de encajar en la realidad de la situación que vive Max.

Mas bien podríamos hablar de inmadurez o de síndrome de Peter Pan, ese tipo de virtud que se convierte en defecto cuando se rebasan ciertas edades o se queman determinadas etapas vitales. Esta es una de las razones por las que llama tanto la atención que haya sido una debutante de veinticuatro años la que ha trazado un retrato tan auténtico y certero de una época difícil de describir sin la perspectiva que otorga el paso del tiempo.

En el libreto de Yo la busco se percibe un tipo de sabiduría que no suele emanar de una persona tan joven como Sara Gutiérrez Galve. Del mismo modo, la catalana acierta en el estilo visual que traduce en imágenes la odisea nocturna de Max: como no podía ser de otra forma, la cámara se zafa del trípode y vibra de excitación al seguir los pasos del protagonista, un joven que quiere compensar el dolor de su corazón traicionado con una noche de magia en las calles de Barcelona. Es como si Max, anclado en una suerte de adolescencia tardía, creyera en el equilibrio cósmico: pierdo un amor terrenal, pero encuentro a la mujer que siempre busqué detrás de los retratos de su libreta perdida.

Cuando el resto se ha despertado, Max sigue profundamente dormido. Tal vez, el protagonista de Yo la busco está poseído por el espíritu del Mark Renton de Trainspotting (Danny Boyle, 1996) y ha decidido adoptar la actitud de «Pues bien, yo elijo no elegir la vida. Si los muy cabrones no pueden soportarlo, ése es su puto problema» ante todos esos amigos que ahora tienen novias formales, casas convencionales (con techos bajos) y vidas ordenadas. Demostrando una sensatez admirable, la debutante dibuja una realidad tozuda que se resiste a ser conquistada por los sueños pueriles de una frente inaccesible a las arrugas.

Sin necesidad de profundizar en el análisis psicológico de los personajes, Gutiérrez Galve se decanta por el retrato de una atmósfera muy peculiar, tras haber realizado la reveladora presentación de Max y Emma. Como ocurriera en 35 tragos de ron (35 Rhums, 2008), de Claire Denis, los protagonistas se comportan de tal manera que el espectador podría tomarles por pareja y no por amigos (en la película francesa eran padre e hija), apuntando una anomalía en la relación que posteriormente dará la clave de los problemas de Max.

Una vez se desata el conflicto, acompañamos al protagonista en su Jo qué noche (After Hours, Martin Scorsese, 1985) particular, una odisea que le hace toparse con los personajes más variopintos de una ciudad hambrienta de nuevas historias que contar. La directora y guionista estructura esta fase de la narración de un modo circular, devolviendo finalmente a Max a su punto de partida, pero esta vez con brújula. Si Llewyn Davis (otra víctima de una odisea circular) tenía talento, Max tiene un buen fondo; sin embargo, ninguno de los dos está dispuesto a hacer un examen de conciencia, a desprenderse de su egoísmo, a aceptar que estaba equivocado. Buscándola de esta manera, es difícil que alguien encuentre su manera de sentir.

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